domingo, 29 de septiembre de 2013

Síndrome de abstinencia

LA BUENA NOTICIA DE MANUEL MONTES CLERIES

m.montescleries@telefonica.net

Málaga, 30 de septiembre de 2013

       Síndrome de abstinencia         
      Allá por los años setenta, mientras trabajaba como voluntario en el
Teléfono de la Esperanza -donde sigo actualmente-, me tuve que preparar una serie de charlas sobre las drogas y la drogadicción que fuimos impartiendo por colegios, asociaciones de padres, peñas, etc. Nuestra primera misión era dar a conocer los diversos tipos de droga y la cercanía de la misma a todo el mundo, especialmente a los adolescentes y a los jóvenes. Un tema que llamaba mucho la atención era la clasificación de las drogas entre los conceptos “droga dura”  y “droga blanda. Casi todo el mundo quedaba asombrado cuando considerábamos el alcohol como la droga dura que más prolifera en nuestro país y la escasa importancia que le damos a su consumo. Aun no había llegado el botellón.
    La droga dura se caracteriza por dos parámetros: tolerancia y dependencia. Tolerancia es la capacidad de asimilar la misma, necesitando cada vez dosis más mayores para obtener el mismo resultado. Dependencia es la necesidad imperiosa de su consumo; cuando falta su ingesta, se produce el síndrome de abstinencia o “mono”.
    Este rollo viene a cuento de que he pasado por una situación límite al depender de una especie de droga que se corresponde con los tiempos modernos. Se trata del teléfono, el Internet, el correo electrónico y las demás redes sociales. Crean tolerancia (cada vez necesitamos más medios y más rapidez en su uso) y dependencia (no podemos vivir sin ellos). Prueben a dejarse el móvil en casa un día cualquiera o, especialmente, un día de viaje.
     No hay más que observar lo que pasa a tu alrededor. Una serie de silbidos y sonidos extraños ponen en alerta a los participantes de una comida, una tertulia, la cola del paro, el departamento de un tren, una misa de difuntos o una audiencia con el Papa. Cuando suena la señal a todos se les ponen las orejas de punta y se ponen en actitud de muestra canina. Inmediata y velozmente (no se porque esta precipitación ante el teléfono celular que no se tiene ante el fijo) se mira la pantalla y se comienza a escribir –mal-, cuando no, a gritar una conversación que a nadie le interesa. 
    He tenido la desgracia de que un error burocrático me ha dejado sin línea telefónica (y por consiguiente, sin correo ni Internet) durante veinte días. ¡Sesenta y dos reclamaciones a Movistar! Búsqueda de enchufes o conexiones con jefazos de la compañía, broncas y peleas de todo tipo con cuantos me rodeaban, malhumor constante y estado febril. En una palabra: síndrome de abstinencia. Cuando, por fin, he recuperado la línea telefónica, me faltó poco para abrazarme al técnico que me la propició. Ha vuelto a dulcificarse mi carácter en la medida de lo posible y he terminado sintiéndome persona de nuevo.
   La buena noticia de hoy es que el mundo ha seguido rotando. El que se ha querido comunicar conmigo lo ha podido hacer por medio del celular. Los correos me han llegado todos juntos pero a tiempo. Me han seguido bombardeando con power-points que borro directamente, he podido enterrar a un par de amigos y he hecho llegar estos modestos escritos a quien los ha querido leer.
   He recibido una buena enseñanza. No me meto ni en una red social más y me salgo de las que me dejen en cuanto pueda. Me ha dado tiempo a rememorar los años en que había que pedir una conferencia con Antequera o, cuando me mudé a un  barrio nuevo. Aquél año que me tiré hablando por teléfono cada mañana en la cabina de la esquina. He vuelto a valorar una carta manuscrita e ir a un sitio a dar un recado. He escuchado la radio y le he metido mano a mi libro y a las Obras completas de Santa Teresa.
    Se puede sobrevivir sin teléfono. Es más: se vive mejor sin teléfono. Pero, por favor, que no me lo quiten más. Aun no estoy curado del todo.

                           

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