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Este jueves, 27 de febrero, a las 19.30h.
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Hace poco tuve la suerte de intervenir en una iniciativa interesante. La ONG Paz y Desarrollo nos encargó a cinco autoras españolas escribir la biografía (inacabada) de otras tantas mujeres que viven en situaciones de riesgo en diversas partes del mundo. Inacabada porque, después de relatar sus historias todas, durísimas, por cierto, la idea era dejar el resto de las páginas de dichas biografías en blanco. No solo como una puerta a la esperanza, sino para dar a entender que depende de todos nosotros que los capítulos que faltan puedan escribirse de modo distinto. Entre las cinco autoras que participamos en la experiencia estaba Rosa María Calaf, tantos años corresponsal de Televisión Española en los lugares más conflictivos del planeta y testigo directo, por tanto, de situaciones dramáticas que el resto de nosotros solo vemos a través de los medios de comunicación.
Según nos explicó ella, hoy en día se informa a golpe de titular, buscando despertar la emoción de los espectadores pero, paradójicamente, lo que se consigue con tanta sobredosis de desastres es el efecto contrario, una creciente indiferencia. Pocos días más tarde de este encuentro tuve oportunidad de hablar con un miembro del Club de Roma, un reputado think tank del que forman parte prestigiosos e independientes pensadores cuya finalidad es analizar los desafíos que afronta la sociedad actual e intentar poner en marcha acciones que ayuden a crear un mundo más prospero, más igualitario, también más seguro. Me contaba este amigo que actualmente están estudiando el modo en que los medios de comunicación de masas, además de propiciar esa paradójica indiferencia de la que hablaba Calaf, ayudan a crear una cierta confusión entre gestos y acción. «Vivimos en un mundo de gestos me decía él. Uno en el que alguien marca un me gusta en una iniciativa solidaria y ya cree que está contribuyendo a dicha causa; un mundo en el que el famoso de turno se disfraza de Coronel Tapiocca, vuela en business a un lugar remoto, le sacan un par de fotos dando de comer a un bebé y ya piensa que le ha salvado la vida.
Es como si el dolor se hubiera convertido en un espectáculo más». Y esa política de gestos, ese modo de priorizar lo impactante por encima de lo importante, que tienen los medios de comunicación produce, además, lo que se llama el síndrome de la piedad cansada. «El ser humano puede asumir una cierta cantidad de dolor -me decía Rosa María-. Pero, llegado un momento, desconecta. Sin embargo, si se informa bien y a la emoción se le añade conocimiento, el efecto es espectacular. Cuando se sabe o se ve de cerca cómo pasan las cosas, la gente piensa de inmediato en el modo en que puede implicarse y, no solo eso, acaba sintiéndose responsable».
Me encantó este comentario porque llevo tiempo dándole vueltas a esas dos formas de fariseísmo. A los gestos que tanto jalean y propician las revistas del chismorreo, y al oportunismo interesado de los programas de televisión que utilizan el dolor ajeno para subir la audiencia. Todo lo contrario, por cierto, de lo que está sucediendo en España actualmente con tantas hermosas iniciativas solidarias como han surgido espontáneamente frente a la crisis. Estudiantes que emplean su tiempo libre en ayudar a los demás, vecinos que se movilizan para auxiliar a uno de los suyos que pasa penurias, bancos de alimentos... Nada que ver con esa piedad cansada que, hasta hace poco, nos atenazaba cuando veíamos una tragedia en televisión mientras con apenas un vacuo suspiro de conmiseración continuábamos tomando la sopa o contestando un WhatsApp. Porque, si algo bueno tienen los tiempos difíciles, es que se deja uno de pavadas y se convierte de pronto en la mejor versión de sí mismo. Solo un frívolo o un perfecto imbécil sigue confundiendo los gestos con la acción cuando el dolor, que antes veía a miles de kilómetros, está apenas al doblar la esquina. Y si lo hace, ya se encargarán, espero, sus allegados, sus amigos (o la vida misma) de bajarlo a la realidad de un guantazo.